EL CAMINO QUE NO IBA A NINGUNA PARTE.
Gianni Rodari. "Cuentos por teléfono"
A la salida del pueblo había tres caminos: uno iba hacia el mar, el segundo hacia la ciudad y el tercero no iba a ninguna parte. Martín lo sabía porque se lo había preguntado a todos, y todos le habían dado la misma respuesta: –¿ese camino de allí? no va a ninguna parte. Es inútil ir por él. –¿Y adónde va? –no va a ninguna parte. –Y, entonces ¿por qué lo hicieron? –no lo hizo nadie, siempre ha estado ahí. –Pero ¿nadie ha ido nunca a ver adónde conduce? –Qué testarudo eres: si te dicen que no hay nada que ir a ver… –No podéis saberlo, si no habéis ido nunca…
Era tan obstinado que comenzaron a llamarlo Martín Testarudo, pero él no se lo tomaba a mal y seguía pensando en el camino que no iba a ninguna parte. Cuando fue lo bastante mayor como para cruzar la calle sin darle la mano de su abuelo, una mañana se levantó temprano, salió del pueblo y, muy decidido, tomó el camino misterioso, siempre adelante. El suelo estaba lleno de agujeros y de hierbajos, pero por suerte llevaba una buena temporada sin llover y no se habían formado charcos. A derecha y a izquierda del camino se extendía la maleza, y pronto comenzó el bosque. Las ramas de los árboles se entrecruzaban por encima del camino y formaban una galería oscura y fresca, en la que solamente penetraba, aquí y allá, algún rayo de sol que guiara su marcha.
Anda que te anda, la galería no terminaba nunca, el camino no terminaba nunca… A Martín le dolían los pies, y ya empezaba a pensar en regresar cuando vio a un perro. “Donde hay un perro, hay una casa –reflexionó Martín–, o, por lo menos, un hombre.” El perro corrió a su encuentro meneando la cola y le lamió las manos; luego siguió por el camino, volviéndose a cada paso para ver si Martín aún le seguía. –Ya voy, ya voy –decía Martín, lleno de curiosidad.
Finalmente, el bosque comenzó a clarear, el cielo reapareció en lo alto y el camino terminó en el umbral de una gran cancela de hierro. A través de sus barrotes Martín vio un castillo con todas las puertas y ventanas abiertas de par en par. El humo salía por todas las chimeneas y, desde uno de los balcones, una hermosísima dama le saludaba con la mano y le gritaba alegremente: –¡Adelante, adelante, Martín Testarudo! –¡Oh! –se dijo Martín muy contento–, yo no sabía que iba a llegar, pero ella sí me esperaba…
Empujó la cancela, atravesó el jardín y entró en el salón del castillo justo a tiempo para
hacer una reverencia a la bella dama que bajaba por la escalera. Era muy bella y llevaba un vestido aún más lujoso que el de las hadas y las princesas. Además era muy alegre y reía, diciendo: –Así que no te lo creíste… –¿El qué? –La historia del camino que no iba a ninguna parte. –Era demasiado tonta. Y según mi parecer, hay más sitios que caminos. –Es cierto, basta con tener ganas de moverse. Ahora ven, te enseñaré el castillo.
Había más de cien salones repletos de tesoros de todas las clases, como en aquellos castillos de los cuentos en los que duermen las bellas durmientes o en los que los avaros acumulan sus riquezas. Había diamantes, piedras preciosas, oro, plata… Y la hermosa dama no paraba de decir: –Coge, coge todo lo que quieras. Te prestaré un carro para llevar la carga. Martín no se hizo de rogar. Cuando emprendió el camino, el carro estaba lleno hasta los topes. El perro, que estaba amaestrado, iba sentado delante y llevaba las riendas y les ladraba a los caballos cuando estos se adormilaban y se salían del camino.
Martín Testarudo fue acogido con gran sorpresa en su pueblo, pues ya le habían dado por muerto. El perro descargó en la plaza todos los tesoros, agitó dos veces la cola en señal de saludo, se montó en el carro de nuevo y se marchó entre una nube de polvo. Martín hizo muchos regalos a todos, amigos y enemigos, y tuvo que explicar cientos de veces su aventura. Y cada vez que terminaba de hacerlo, alguien corría a su casa a coger un carro y un caballo y se precipitaba por el camino que no iba a ninguna parte. Pero aquella misma noche regresaron todos, uno tras otro, con caras de enfado a causa del despecho que sentían: para ellos, el camino terminaba en medio del bosque, ante un espeso muro de árboles, en un mar de espinas. Ya no había ni cancela de hierro, ni castillo, ni hermosa dama. Porque ciertos tesoros existen únicamente para quien recorre un camino por primera vez, y el primero había sido Martín Testarudo.
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